Estamos en Mayo. Ya huele a rosa. En pocos días se dará el pistoletazo de salida de las grandes vueltas por etapas del calendario ciclista, y lo hará, un año más, con el Giro de Italia. Los sufridores partirán de Apeldoorn (Holanda), para adentrarse en una odisea que culminará tres semanas después en Turín.
La ronda transalpina suele llevar consigo algunos de los momentos más bellos de la temporada, justo después de las clásicas primaverales. La ‘corsa rosa’ celebrará su edición 99. Casi un siglo de imágenes y momentos de los mejores vueltómanos deslomándose por las carreteras alpinas y dolomíticas, bajo temporales frecuentes de nieve, lluvia, frío, o incluso una suma de todas ellas, rozando constantemente el límite entre lo humano, lo irracional, la locura y la épica.
Como toda larga historia, sus héroes a lo largo de ella han sido innumerables y de toda índole. En ésta en concreto, los ciclistas de casa han dejado, como es lógico, una huella algo más profunda que el resto.
El primero en dejar las primeras grandes páginas para la historia de esta carrera fue Alfredo Binda, un italiano aprendiz de yesero que creció en Niza, donde pasaba sus ratos libres encima de la bicicleta, en compañía de su hermano.
Como dijo en su día Jacques Anquetil, el ciclismo es demasiado duro como para correr sólo por amor a él. Y es que Binda, en sus inicios y como es natural, competía porque se sentía atraído por las suculentas sumas de dinero que podía llevarse al bolsillo.
Sea cual fuera la razón, aquello dio luz a un corredor superdotado para la escalada, que empezaba a ganar carreras de renombre cuando las cifras de su edad aún no empezaban por dos.
Fue en 1925 y con tan sólo 23 años cuando Alfredo se consumó y cumplió con las expectativas depositadas en él, ganando no sólo Il Lombardía, sino también su primer Giro de Italia. A aquel triunfo en la gran ronda italiana le seguirían 4 más, convirtiéndose así en el primer pentacampeón del Giro.
Aquel 1925 fue especial. ¿Por qué? No es la primera vez que hacemos hincapié en cuán enriquecedor es que dos campeones se retroalimenten. Coppi y Bartali, involuntariamente, hacían al otro ser mejor ciclista. Eso ya había sucedido antes entre Binda y Girardengo.

Costante Girardengo había sido hasta entonces el referente de los ciclistas italianos. Bicampeón del Giro, fue el primer Campionissimo. Su idea era retirarse por todo lo alto tras disputar el Giro del ’25, pero tras caer ante el joven y debutante Binda cambió de parecer.
A partir de aquí se fue consumando una rivalidad desigual, pues Binda dominaría a placer los años venideros ante un Girardengo en evidente decadencia. Ni siquiera los ‘herederos’ de Costante, los ‘Anti-Binda’ (así se les conoció), pudieron toser a un Binda tranquilo, a la par que frío en sus victorias, que reconocía ver todo aquello como un negocio viable. Los ‘Anti-Binda’ contaban con la simpatía de la prensa y, en consecuencia, del público. A Binda le costó prácticamente toda su carrera hacerse querer.
Binda vencía y aplastaba. No dejaba para los demás. Su récord de triunfos de etapa se mantuvo vigente hasta la llegada de Cipollini en el nuevo siglo. Su elegancia y sonrisa le convirtieron en La Gioconda, en el nuevo Campionissimo. Es por motivo de aquel monólogo y frenesí constante que La Gazzetta dello Sport (organizador de la carrera) le ofreció en 1930 una más que atractiva suma de dinero para que Binda intercambiara aquel año Giro por Tour de Francia. Allí debutó y se llevó dos triunfos parciales.

Tras su retirada, se convirtió en el director de la selección italiana de ciclismo. Fue pieza clave y artesano de las grandes hazañas de sus pupilos Coppi y Bartali. También tuvo su importante a la vez que complejo papel de mediador entre aquellos dos héroes, encargados de culminar el periodo más bello del ciclismo que, tras la segunda guerra mundial y a través de las carreteras francesas e italianas, supondría el renacimiento de su país de nuevo hacia lo más alto.
Cabe decir que hacia el final de su carrera deportiva, Binda empezó a ser reconocido por sus logros; la evidencia de que hasta el momento había sido el mejor era sencillamente irrefutable. Sus Giros fueron igualados, también sus mundiales, y sus Lombardía superados, pero a los tifosi, al echar la vista atrás, no les cabe la menor duda de que en su elegancia y maestría, y tras aquella ávida sonrisa de aquel italiano afrancesado, se hallaba ante sus ojos el primero de sus grandes campeones.
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