Este invierno ha resultado terrible para los que somos unos enamorados del ciclismo de época. A los ya sabidos fallecimientos de Kübler y Walkowiak, se sumó, en el último asalto, justo antes de sonar la campana que anunciaba el final del invierno y el consiguiente inicio de la primavera, el del francés Roger Pingeon, vencedor final del Tour de Francia en la edición de 1967, y que hizo lo propio en la Vuelta Ciclista a España de 1969.
Para empezar, vamos a dejar clara una cosa: esta sección no pretende convertirse en nada parecido a la tumba o el ataúd de las grandes leyendas de antaño recientemente fallecidas. Pero tampoco en todo lo contrario. Es decir, si ha habido una desgraciada coincidencia de fallecimientos relativamente consecutivos, creemos que rendirles un pequeño homenaje por el testimonio y la moraleja que nos dejan es lo menos que podemos hacer, ¿no creéis? Así que no, Pingeon no se merece menos y sin dudarlo vamos a proceder a hablar de él como se merece. Sin más demora, vamos a ello.
Pingeon era un tipo discreto, callado, poco mediático, reservado. Costaba entrar en su vida y conocerle. Por carácter, quizás podríamos encontrar un símil con su compatriota y también tocayo Walkowiak. Por vivencias, tenemos el paralelismo del Tour y el hecho de que ambos lo lograron gracias a una minutada lograda en una escapada. Ahora bien, la de nuestro protagonista de hoy fue forzada por él mismo, en primera persona, y su ventaja fue lograda a pulso.

Siempre había sido un ciclista regular, alto, de buena planta, lo que le hizo hacerse conocer como “La Garza”.
Esa regularidad le hizo llevarse un Tour que sirvió de transición entre dos periplos de suma importancia, copados entre Anquetil y Merckx, los dos primeros pentacampeones de la ronda gala.
Aquel año podría haber sido el del también francés Raymond Poulidor, que fue relegado del primer escalón del podio por Anquetil en los años ‘60, y que aún ignoraba que volvería a serlo durante los ‘70 por “El Caníbal”. Sin embargo, en una época en la que se recuperaron las carreras por equipos nacionales, en detrimento de las marcas comerciales, Pingeon fue el gran elegido para hacer de arquitecto de ese hermoso puente dorado que uniría aquellas dos brillantes épocas del mismo tono. Y “Poupou”, elegante y entregado, supo ser caballeroso y trabajar para su compatriota cuando la carrera se decantó claramente en su favor.

Así que mientras Poulidor se llevaba el recuerdo y la admiración de su público, Pingeon hacía lo propio saboreando las mieles de la victoria. Y el gran damnificado por aquella situación fue Julio Jiménez.
Este abulense ha sido uno de los más destacados escaladores españoles de la historia, alguien que, sin contar con ninguna gran vuelta por etapas en su haber, fue vencedor de varios triunfos parciales, de maillots de la montaña y, sobre todo, fue siempre un gran protagonista y supo ser un gran animador de las carreras en las que participaba.
Según él, su derrota en aquella edición se debió precisamente a la composición de los equipos por selecciones y no por marcas comerciales.
Durante aquella edición, Julio fue a contrapié, ya que, desesperado, atacaba constantemente en la montaña para recuperar el tiempo perdido contra el reloj.
No debe parecernos un año de transición, y aún menos un periplo banal, pues en una edición que bien podría haber pasado a la historia sin más vuelta de hoja, acabó siendo, por parte del vencedor, la de la confirmación de un ciclista inteligente, tal vez algo frágil, pero que, para compensarlo, analizaba al detalle a sus rivales, encontraba sus debilidades y se ponía manos a la obra. Un auténtico profesional.

Una oda a la inteligencia y al perfeccionismo en toda regla, al esfuerzo mental, a la capacidad de análisis y, por qué no, a la cabezonería, al tratarse de un ciclista algo más metódico que los demás.
La ventaja que Pingeon administraba provocó, como consecuencia, los ataques de locura de Jiménez cada vez que la carretera se empinaba, unos momentos intensos que deberían hacer recordar aquella edición por la gran batalla que se vivió entre dos enormes guerreros, por encima de la desgraciada imagen del fallecimiento de Simpson en las rampas del Ventoux.
Aún con todo, y a pesar de la claridad de su triunfo, aparece un factor muy humano: siempre queremos más, y es que Pingeon se obcecó con la idea de que haber ganado un segundo Tour le habría dado el estatus que merecía. Pero ante la llegada de Merckx, entre poco y nada hubo que hacer, al menos por su parte.
Entre dos épocas bien conocidas y de aplastamiento rotundo, el triunfo de Roger supuso y permitió un respiro, fue una bocanada de aire fresco, una victoria basada en otra manera de ganar, tal vez siendo ésta última más inteligente, pausada e incluso táctica. Todo ello sumado al hecho de que la insistencia constante de Julio durante aquellas semanas le hizo ser un grande en su victoria.

Es sencillo hablar de Merckx o Anquetil, pues sus historias están ya labradas y homenajearlas es tan evidente como absurdo; todos lo damos por hecho. Pero el testigo de este reservado francés merece capítulo y mención aparte por la diferencia que marcó en su forma de hacer y labrar su gran victoria. Por eso y por mucho más, merece un hueco entre las bellas, hermosas y doradas páginas de este magnífico deporte.
Una pequeña luz, un brío de esperanza, un broche de ideas e incluso de nuevas aportaciones. Agua fresca, una gota a través de la cual se refleja, con claridad, una nueva visión del ciclismo, siendo ésta sumada a un, por aquel entonces, nuevo análisis del ciclismo.
Ahí mismo, al final del túnel, esa pequeña luz, empobrecida y medio apagada. Ésa es.
Que no caiga en el olvido. Que no se apague.
¡Muy interesante! Se nota que el autor es un apasionado del ciclismo y de sus grandes figuras. Denota un gran respeto por los pioneros y nos acerca a estos personajes como a los grandes héroes de las más fabulosas epopeyas clásicas.
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