Llegados a finales de Abril, ya resulta inevitable. Hemos pasado ya por las carreras de inicio de temporada, incluyendo las de una semana, las clásicas del adoquín, el “sterrato”, las Ardenas… incluso seguimos matando el gusanillo, en Suiza, con el Tour de Romandía. Pero las ganas de Giro, de Italia, de paisajes rústicos y, sobre todo, de rosa, son ya más que evidentes. Y la espera está a escasos días de llegar a su fin.
El próximo viernes 5 de Mayo arrancará la 100ª edición de la carrera transalpina. Por centésima vez, (se dice pronto) un puñado mal contado de valientes desafiarán las dificultades de la carrera más bella y dura del calendario, durante tres semanas de auténtico y apoteósico ciclismo.
Nadie, actualmente, se atrevería a discutir lo que supone esta carrera ciclista, pues tras 100 ediciones nos ha dejado imágenes y momentos para emocionarnos una y otra vez.
Pero, como en casi todo, hay crisis y momentos altos y bajos, momentos en los cuales no siempre se ha tenido a este evento en tan buena consideración.
Hace casi 3 décadas, en 1988, el Giro quiso recuperar su esencia, y lo hizo a través de un fuerte golpe sobre la mesa, tras haber sido discutido durante las últimas ediciones por recortar las etapas de montaña, por ascender puertos de menor altitud y dureza y, sobre todo, por diseñar recorridos suaves, que favorecían claramente a los contrarrelojistas.
El 5 de Junio del mismo año, los ciclistas partieron, en la 14ª etapa, de Chiesa van Malenco, en una corta pero intensa etapa de 120 kilómetros, que culminaría con la llegada a Bormio.
La gran dificultad del día era la ascensión a todo un auténtico coloso: el Paso Gavia, olvidado desde 1960.
La jornada ya tenía su qué, por la incesante presencia de la lluvia. Pero todo se agravó con la llegada al puerto; cuanto más ascendían los corredores, más nieve les caía encima, hasta el punto de terminar todos completamente recubiertos de blanco.
El holandés Johan van der Velde quiso ser el animador del día, algo que, visto lo visto, le podía calificar de valiente y de iluso a partes iguales. Tal vez fuera aquella la mejor forma de defender su liderato en la clasificación de la montaña.

Este valiente escapado rodó, no sin mucho sufrimiento, para distanciarse y coronar en cabeza la que acabaría siendo la “Cima Coppi” de aquella edición. Pero afrontar el descenso hasta Bormio, a 5 grados bajo cero, era otro nivel.
Todas sus extremidades fueron congelándose progresivamente, hasta el punto de perder la sensibilidad en ellas, pero manteniendo un dolor agudo. No hubo más remedio para él que detenerse y poner pie a tierra, con el único objetivo de volver a sentir algo de calor en su propio cuerpo, antes de volver a partir hacia la aventura.
El primero en adelantarle fue el americano Andrew Hampsten, un tipo inteligente que ya se había armado con gafas de esquí, jersey de lana y guantes de neopreno, y quien a la postre se convertiría en el primer y hasta ahora único representante de su país en imponerse en esta carrera. Ambos se miraron y, a través de aquel silencio, se lo dijeron todo.

Johan se vino abajo (nunca mejor dicho) y terminó la etapa a más de tres cuartos de hora del vencedor, pero el simple hecho de concluir, como quienes llegan al velódromo de Roubaix, ya le convertía en héroe y en protagonista en mayúsculas de aquella inolvidable jornada.
Se trataba de un corredor venido a menos, no sólo por la cercanía de su retirada, sino por no haber ocupado el lugar que se le auguraba en este deporte, tras unos primeros años de juventud repletos de éxitos y de resultados más que prometedores.
Demasiado alocado en sus últimos años, ésta fue, tal vez, su mayor locura, pero gracias a ella se le recuerda y se le reconoce todo el mérito, por no hablar del honorable intento de defensa del liderato en la clasificación de la montaña que hizo.
Aquel desfallecimiento no fue un suceso aislado; un gran número de corredores, incluido el ganador del Tour de aquel año, el segoviano Pedro Delgado, optaron por la misma alternativa: la de pararse. Fue una jornada de extrema dureza, donde ni los más fuertes de la general se pudieron librar.

No sólo se perdía la sensibilidad en las articulaciones, algo que hacía incontrolable el manejo de la bicicleta, sino que también la propia bicicleta quedaba atravesada por el hielo y dejaba de realizar el cambio de marchas.
Muchos fueron los que, bajo el permiso de la dirección de carrera, realizaron el descenso subidos a los coches de equipo, para volver a subirse sobre la bicicleta en el tramo llano final, hasta la meta de Bormio.
Cosas del destino, Hampsten fue adelantado en la parte final por otro holandés, Erik Breukink, (el de la imagen de encabezado) quien se adjudicó aquella jugosísima etapa y, junto al americano, se afianzó en la clasificación general, sacando una minutada al resto de corredores, que llegarían (si llegaban) a cuentagotas a meta. Cada uno había luchado contra su particular drama.
El director de la carrera por aquel entonces, un tal Torriani, se había negado a anular o recortar aquella etapa y, a pesar de ser rápidamente tildado de loco o incluso de inconsciente e inhumano, cerró para siempre las bocas de aquellos que se atrevieron a poner la dureza de su carrera en entredicho.
Aquella mencionada esencia, no sólo no se había perdido, sino que se había pronunciado de una forma contundente, permanente e indiscutible.
Y hasta hoy aún sigue vigente. Y que dure.
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Este artículo va dedicado a la memoria de Michele Scarponi, a su mujer, y a sus hijos.
Y a Frankie.
Valientes o locos, no lo sé. Pero sin duda, estos hombres están hechos de otra pasta.💪💪
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Emocionante crónica acerca de este duro y espectacular deporte tan poblado de hazañas a priori imposibles. Falta muy poco para que empiece la edición 100 de esta carrera tan especial y vibrante que es el Giro. Que siga manteniendo su esencia.
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