Dicen que es en Europa donde se cuece el verdadero ciclismo. Parece que siempre ha sido así. Aunque, realmente, no podemos generalizar ni afirmar que, históricamente, el ciclismo se haya vivido con la misma intensidad en cada punto del viejo continente.
En Italia, por ejemplo, la bicicleta la han vivido siempre de una forma especial, romántica, auténtica… casi al mismo nivel que los propios italianos viven cada aspecto de sus vidas diarias.
Así que para ser uno de los grandes, uno entre aquellos nombres selectos, había que ser o hacer algo especial, sobresaliente. Con el paso de los años, el listón histórico de grandes figuras se ha ido ampliando: Bartali, Coppi, Binda, Girardengo… e incluso Vincenzo Nibali.
Por otro lado, triunfar en el ciclismo de los años ‘40 y sobre todo de los ‘50 no era sencillo. Antes de la llegada de todo un terremoto como fue Anquetil, el panorama lo coparon nombres como Bobet o, en términos italianos, Coppi y Bartali.
Sacar tajada de un pastel al que todos parecían haberse asignado un buen trozo no es cualquier cosa. Y si encima eres italiano y querías discutirle el protagonismo a aquellos dos, más crudo lo tenías.
Fiorenzo Magni parecía destinado a vivir a la sombra de Coppi y Bartali. Sin duda, ser contemporáneo de aquellas figuras no le debió hacer mucha gracia. Pero lejos de quejarse o resignarse con aquello de ser “el tercer hombre”, este ciclista de la Toscana se valió de un estilo brusco, poco elegante teniendo en cuenta su nacionalidad, para hacerse con un palmarés de auténtico reconocimiento.
Quizás algo menos talentoso que sus dos compatriotas, Magni sabía que debía esforzarse al máximo, sudar, olvidar el dolor e incluso convertir la debilidad en fuerzas, para lograr triunfar. Sabedor también de la constante vigilancia entre Gino y Fausto, en más de una ocasión se aprovechó de ello para, desapercibido él en un segundo plano, sorprenderlos a ellos y a todos.
Aquello, sin duda alguna, tenía gran mérito y es una muestra clara de su inteligencia en carrera. Pese a ello, le costó el doble obtener el reconocimiento que esperaba. Y es que no sólo era desesperante intentar sacar la cabeza entre dos grandes campeones, sino que además bien era sabido su pasado fascista y sus pertenencias a brigadas negras. Todo aquello, en comparación a un tipo que, más allá de la bicicleta, salvó a casi mil judíos, y otro que protagonizaba escapadas heroicas que le llevaron a ser el “Campionissimo”, dejaba a Magni en un segundisimo plano. Y es que a los “tifosi” poco les costaba, visto lo visto, inclinar la balanza hacia uno de los costados.

El 10 de Junio de 1951, el Giro concluía en Milán. El famoso Giovanni Pinarello vestía con orgullo la “maglia nera”, la cual identificaba al último clasificado de la prueba. Éste se acercó a Magni, “maglia rosa”, y no dudó en bromear al campeón al insinuarle que, tal vez, debía ser Fiorenzo quién vistiera aquel maillot negro, puesto que aquel color parecía representarle mucho más.
Magni tenía dos caras. Por un lado -y obviando lo anterior- y a pesar de no ser una práctica ilegal en el momento, aprovechaba a sus compañeros de equipo como “soporte” para ir agarrado de sus prendas hasta que a él le conviniera salir de ahí y ser protagonista de la carrera, fresco y con todas sus fuerzas disponibles. Si corría en equipo, era con ese fin.
Aquella “práctica” poco ortodoxa fue llevada al extremo cuando, en el Giro de Italia de 1948, varios tipos le fueron empujando, ayudándole a escalar el Pordoi. A pesar de ser un gesto claramente descarado, la organización de la carrera sólo se atrevió a penalizarle con dos minutos. En el Bianchi de Coppi no daban crédito. Mucho más que indignados, abandonaron una carrera de la cuál, a la postre, Magni saldría como vencedor final.
Por otro lado, al corredor toscano había que reconocerle su saber estar, conocer cuál era su sitio tanto dentro como fuera de la bicicleta, y no decir una palabra más alta que otra. Tanto fue así que, a pesar de algunas tímidas quejas, acabó aceptando el abandono voluntario de toda la selección italiana en el Tour de 1950, edición en la cual marchaba de líder y en la cual Bartali había tenido un encontronazo con algunos aficionados franceses. La disputa acabó en protesta por parte de los transalpinos que, indignados, tradujeron todo aquello en un abandono. A Magni le quitaron de la cabeza la idea de continuar sólo y tuvo que aceptar lo que para él era inaceptable. Nunca más tuvo la oportunidad de llevarse un Tour de Francia.
Podemos discutir su forma de ganar, si su manera de hacer era digna o no de la talla de un campeón, si debería haber sido expulsado del Giro del ‘48. Pero también, a modo de contraste, deberíamos reconocer que tal vez tenía algo grande que hacer en aquel Tour de 1950.
Ya fuera por unas u otras circunstancias, a Magni le costó hacerse un nombre. Su pasado fascista, el hecho de coincidir con dos campeones de misma nacionalidad, unido a su -a veces- forma de ganar, parecían los ingredientes perfectos para condenarle a las tinieblas, a la sombra (la de su pasado), al casi anonimato eterno.

En ese sentido, de poco le sirvió hacerse dueño de un palmarés casi de ensueño; ni sus tres Giros, ni tampoco sus tres triunfos en el monumental Tour de Flandes (que le hicieron ser renombrado como “El León de Flandes”).
El pasado no perdona, y es que algunos aún visualizaron con rechazo la presentación del Giro del centenario, en 2009, cuando la organización se envalentonó al utilizar una imagen suya en el acto.
Pero sí que hubo algo, un día, que para muchos compensó todo lo demás y le hizo ganarse el respeto de aquellos que se sentían dubitativos: fue en el Giro de 1956, en el cual corría al borde de la retirada de sus días como profesional.
Tras haberse fracturado la clavícula, el León de leones se resistía al abandono y al hecho de despedirse de su carrera en aquellas circunstancias. Se valió de una cuerda atada al manillar, que iría mordiendo al mismo tiempo y con todas sus fuerzas para ascender los Dolomitas y completar aquella agónica carrera que le auparía hasta el segundo puesto en la clasificación general final.
Ese día, tal vez, lo cambió todo. Aquel día, aquel tosco toscano le dio la vuelta a la tortilla. Aquello, a diferencia de otras ocasiones, no le valió para ganar, pero probablemente le ascendió de forma definitiva al Olimpo del ciclismo, ése al que sólo acceden aquellos promotores de las grandes gestas, aquellos que se aferran a su deporte como un clavo ardiente y dejan claro que el paso a sus recintos y a la gloria no están abiertos a cualquiera.
Fiorenzo, no fue fácil, pero finalmente tal vez lo lograste.

Grandes hombres, grandes héroes deportivos pero sobretodo, humanos.
Un artículo muy interesante que nos ilustra sobre momentos gloriosos de la historia del ciclismo.
Gracias!
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