Hace pocos días terminó una nueva edición del Tour de Francia. Como siempre, la sensación que le deja al aficionado es un tanto extraña. Es una sensación de vacío. Uno se acostumbra a tener esa nueva rutina en su vida, ese pequeño “extra” del día a día que nos hace disfrutar, y el hecho de dejar de tenerlo de la noche a la mañana resulta un tanto brusco y violento. Pero no nos queda otra.
Personalmente, este Tour me ha dejado un sabor agridulce. Como le sucede a la mayoría, no puedo evitar afrontarlo previamente con algo que no sea menos que una gran expectativa. Tiene su lógica y creo que debe ser así, pero uno siempre se arriesga a que luego la realidad no alcance las cotas correspondientes a las expectativas generadas. Y es que las expectativas a menudo son ilusiones, sueños o incluso deseos que no se caracterizan por ser muy realistas. Son más bien nuestro ideal, son aquello que nos gustaría que pasara, pero que, pensándolo fríamente, sabemos que muy difícilmente se va a cumplir en la medida que nos gustaría. Es un pequeño error del que no se aprende nunca. Lo que sucede es que la pasión por el ciclismo es tan alta, que las ilusiones superan a la razón. Y creo que es positivo que así sea. Me preocuparé realmente el día que mis ilusiones y expectativas desaparezcan. Si hay ilusión, si hay deseo, si hay sueño, entonces sabremos que todo sigue mereciendo la pena afrontarlo.
Creo que la sensación general del aficionado, -o al menos la que yo he ido leyendo por aquí y por allá-, es que la carrera ha ido de más a menos. Que ha sido como ir desinflándose poco a poco. Debo decir que yo he tenido una sensación similar. Tuvimos un inicio marcado por las caídas, es cierto, pero también vimos una primera semana con muchos ataques, cambios de perspectiva de la carrera, ataques valientes y situaciones que casi nos hicieron pensar que la carrera estaba mucho más abierta de lo que “a priori” podía parecer. El hecho de no existir un gran equipo dominador ya había generado una gran expectación previa y parecía abrir un extenso abanico de posibilidades. Y por un momento parecía que eso se estaba cumpliendo.
Pero es cierto que a medida que se destacó un claro dominador, la carrera fue bajando su nivel de excitación y de emoción. Los corredores que aspiraban a un buen puesto en la clasificación general empezaron a ser cada vez más conservadores. La mayoría atacaron poco a un líder que, eso sí, parecía estar varios peldaños por encima del resto.
Es fácil hablar desde fuera, desde la comodidad del que no entiende en primera persona, pero también es cierto que muchos días se desperdiciaron oportunidades. Y que nunca se sabe cuándo el líder puede tener un mal día. Porque también es humano y puede tener un mal momento igual que el resto lo tuvieron. De hecho, en el mismo Mont Ventoux se vio que quizás, lo que parecía un muro inquebrantable, también podía humanizarse un poco.
Al final es un poco injusto criticar una carrera solo por el hecho de que el líder fuera muy superior. Nadie tiene la culpa de esto. También es cierto que las caídas se han llevado por el camino a más de un posible rival. Pero eso no quita, como digo, que muchos días el pelotón se haya paseado llegando veinte minutos después de la fuga del día. E insisto, son humanos y no todos los días se van a atacar hasta la extenuación. Pero quizás el número de veces que hemos aguantado esos tediosos paseos por televisión ha sido un tanto excesivo, y eso creo que se puede decir e incluso añadiría que existe el derecho a poderlo criticar sin problemas. Porque el ciclismo, por encima de los intereses económicos, está hecho también para el aficionado. Y al aficionado hay que cuidarlo un mínimo para que luego no llegue a decir o pensar que este deporte, a veces, se hace aburrido. Cuando los ciclistas quieren, el ciclismo es lo más emocionante que existe.
En mi opinión, éste no ha sido un mal Tour de Francia. Ni muchísimo menos. La primera semana, salvo las caídas, fue un espectáculo. Algunas etapas de montaña nos han permitido ver cómo los grandes favoritos se atacaban constantemente. Las fugas nunca fallan y tienen una resolución de etapa muy bonita. Y en general podemos decir que nos hemos llevado muchísimas sorpresas que no nos hubiéramos podido imaginar.
Revelaciones, recuperaciones, ataques, emoción, lágrimas y algo de épica. Con eso seguramente baste y sobre para poder afirmar, en perspectiva, que una vez más el tiempo dedicado a mirar la mejor y la más importante carrera del año ha merecido la pena, aunque por momentos hayamos podido llegar a dudarlo.
Se termina el Tour, pero con eso sabemos que no acaba todo. El bajón y la depresión posteriores durarán poco, ya que ya vemos en el horizonte bastantes objetivos que nos ilusionan: los Juegos Olímpicos, La Vuelta a España, el Lombardía, los mundiales… y un largo etcétera.
Existe un dicho bastante romántico entre el aficionado ciclista:
“Cuando el pelotón llega a los Campos Elíseos durante la última etapa del Tour de Francia, uno sabe que el verano ya ha terminado”.
Yo quisiera matizar que, aunque romántica, no deja de ser una declaración bastante triste y descorazonadora. Y, para contrarrestarla, me remito al pensamiento anterior. Existen muchos motivos para seguir ilusionados aún durante esta temporada por el mundo de las dos ruedas. La ilusión se resiste a marcharse tan pronto. Al contrario, gracias a ella volamos alto y felices. Las ilusiones se niegan a desaparecer para poder así mantenernos con esperanza. Y, a su vez, el verano que aún nos acompaña se niega también a claudicar.
Hasta pronto.

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