No era el máximo favorito a la victoria y quizás eso haya jugado en su favor. Julian Alaphilippe lo ha vuelto a conseguir. Tras una larga, tremenda, dura y fantástica jornada en Flandes, hemos visto repetida la imagen del año pasado. La misma sonrisa, el mismo orgullo y la misma satisfacción por la gesta lograda. El magnífico ciclista francés es, de nuevo, el campeón del mundo de ciclismo en ruta.
Los campeonatos del mundo de ciclismo son uno de los eventos más esperados del año dentro del mundo de la bicicleta. Sirven para empezar a despedir poco a poco la temporada ciclista. El premio es goloso: vestir el preciado maillot arcoíris durante un año entero, un privilegio al alcance de pocos, pero soñado por casi todos. La mayoría cambiarían muchas de sus victorias solo por poder ser campeones del mundo al menos una vez en sus vidas. Conseguirlo parece -y quizás suene algo paradójico- sencillo y a la vez muy complicado de conseguir. Sencillo porque se trata de llegar el primero a la línea de meta en una carrera de tan solo un día. Sin embargo, es tremendamente complicado porque es una oportunidad única; todo se juega a una sola carta. Es un maillot que a veces parece estar muy cerca, pero a la vez puede llegar a estar muy lejos. Puede parecer un imposible. Un horizonte difícil de alcanzar.
Casi nunca importan únicamente las fuerzas como requisito para conquistarlo. El nerviosismo de las selecciones nacionales al jugárselo todo en un día es un factor realmente importante a tener en cuenta. Pero no acaba ahí la cosa. Uno puede estar muy fuerte y caerse o sufrir una avería en el momento menos indicado. Además, existe otro gran mal de muchos grandes corredores: el partir como favoritos. Ser el favorito jamás y en ningún caso es un privilegio. Al contrario, es una condena. Una condena bajo la cual la prensa y los aficionados van a depositar sus comentarios, sus previsiones y, sin darse cuenta, toda su presión hacia ese ciclista. La cosa tampoco acaba ahí, porque en carrera ser el favorito significa ser también el ciclista más vigilado por parte del resto. De modo que ganar dependerá mucho de las tácticas de los equipos, al margen de ser también una obvia cuestión de fuerzas y de saber mantenerlas hasta el final de una dura y larga carrera. Ganar el campeonato del mundo, por lo tanto, tiene un mérito tremendo, por si no había quedado claro. Y ser el favorito y aún así ganar pese a tanta vigilancia roza lo estratosférico.
En algunos casos, existe un ingrediente que se puede añadir al hecho de ser el favorito, y se trata del hecho de correr en casa. Claramente, me estoy refiriendo a Wout van Aert. El ciclista belga partía como favorito dado su contrastado estado de forma en las últimas carreras. Y además, estos mundiales se celebraban en Flandes. Quizás no le ha ayudado tampoco la presión por querer conseguir por fin una ansiada medalla de oro, y es que en las pasadas Olimpiadas fue plata en la carrera en ruta, y hace tan solo unos días repitió color de medalla al quedarse muy cerca de saborear el oro en la contrarreloj de estos mismos mundiales.
Van Aert ha hecho lo que ha podido, y toda la selección belga también en busca de conquistar la victoria, depositando todas sus esperanzas en su ciclista estrella. Evenepoel ha corrido como un campeón y lo ha dado todo en favor de su compañero, a quien al final le han fallado las fuerzas y no ha podido hacer más. Es un sabor agridulce para los belgas, ya que ni siquiera han logrado subirse al podio tras el cuarto puesto de Stuyven.
En todo caso, son los franceses los que hoy vuelven a emocionarse como lo hicieron en Italia el año pasado. Como he dicho, Alaphilippe no era el favorito, aunque sí un serio aspirante. A pesar de ser el último campeón del mundo, el circuito no parecía del todo dado a sus características. Sí parecía hacerlo para otros corredores. Pero Julian es Julian y siempre se debe contar con él.
Sabedor de sus escasas opciones en una posible llegada masiva, el francés sabía que tenía que atacar y marcharse, si podía, desde lejos, aprovechando esos cortos e intensos tramos de subida que tan bien le vienen dada su sabida explosividad. Es cierto que no le quedaba más remedio, pero eso no le resta valentía. Tras uno y dos ataques intensos desde bastante lejos, y de no haber podido despegarse de sus más directos rivales, por su cabeza podría haber pasado la idea de dejarlo correr, porque estaba visto que no conseguía un resultado, y encima estaba gastando muchas energías que le podrían descartar de la lucha por las medallas. Quizás podría haber pensado que no estaba tan fuerte como pensaba, o tan fuerte como los demás. O que el recorrido no estaba hecho para él, o que simplemente no era su día de gloria. Pero la mentalidad ganadora puede llegar a ser muy determinante y decisiva.
Dicen que a la tercera va la vencida y hoy ha sido así, literalmente. Alaphilippe lanzó un tercer ataque desesperado. Quizás era su última oportunidad, la de un ataque más cansado y agotado. Pero las piernas de los demás también estaban más cansadas por haberle seguido en los anteriores movimientos. Así que el francés se fue y esta vez lo hizo para siempre. Consiguió generar dudas, las suficientes como para mantener un hueco que fue suficiente para llegar hasta meta y tener incluso tiempo de sobras para celebrarlo y disfrutarlo durante los últimos metros. Alaphilippe partía en un segundo plano y eso le ha descargado de toda la posible tensión que pudiera sentir por tener que defender su campeonato anterior. No tenía presión: si se marchaba en solitario, lograría la victoria, y en caso contrario, al menos no tendría nada que reprocharse. Él mismo admitía en meta que no esperaba ganar hoy, lo cual demuestra que uno lo puede intentar a pesar de que no se le presenten, “a priori”, las circunstancias más favorables. Las circunstancias y las oportunidades las genera uno mismo. Y la apuesta ha salido redonda y Francia vuelve a sonreír y a poder escuchar de nuevo en el podio su mítica Marsellesa. Una victoria que seguro que el padre del campeón francés celebra desde alguna parte muy especial.
Los aficionados belgas silbaban a Julian, haciéndole saber su gran decepción y su enorme disgusto. Los leones presentes en las banderas amarillas rugían y rugían, transmitiendo un enorme enfado. Estoy convencido de que existe un buen ejercicio de empatía en todo esto por parte de todos; ellos entienden que es una carrera, que es deporte, y que podía suceder que las cosas no salieran como ellos querían. Y, del mismo modo, Alaphilippe también es capaz de entender que está rompiendo las ilusiones de miles de personas. Y que eso duele y es normal.
En definitiva, el ciclismo puede celebrar algo bastante importante hoy, y es que la lección de que ganar es cosa de valientes se mantiene muy vigente. Y es bonito y remarcable el hecho de poder recordarla. Más aún en un día como hoy. Thomas Voeckler le decía al campeón justo en meta que había corrido justo de la forma contraria a como habían acordado. La respuesta de Julian ha sido que igualmente la jugada les había salido bien. Este intercambio de palabras probablemente significa muchísimo.
Veníamos de unos tiempos en los cuales el ciclismo moderno se caracterizaba por ser algo excesivamente controlado, que descartaba la posibilidad de ver un gran espectáculo. Ése era el ciclismo que lograba victorias recientemente, así que tampoco nos dejaba margen a los aficionados para poder quejarnos mucho. Pero hoy hemos podido comprobar cómo el ciclismo más clásico, más puro, ése que conecta con su esencia y con los aficionados, es capaz de ganar un campeonato del mundo en estos tiempos más modernos, tecnológicos y controlados. Y es una tendencia que hemos venido arrastrando durante todo este año y que hoy parece haberse culminado con un gran recordatorio y a través de una carrera y de una forma memorables.
Ese recordatorio parece evidente para los sentidos: el ciclismo se creó para los más valientes. Y eso siempre es motivo de celebración.
Viva el ciclismo.
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